Juan Pinilla. Cantaor Flamenco. En los inicios de mi adolescencia llegó a mis manos Y Tierno Galván ascendió a los cielos. El libro fue un regalo de los ya desaparecidos León y Teresa, a la postre, abuelos de uno de mis mejores amigos. Este matrimonio madrileño, al que conocimos durante nuestras vacaciones de verano en Torre del Mar, Málaga, eran unos entusiastas lectores de aquel señor alto y con gafas de pasta dura, que firmaba las contraportadas del diario El Mundo. Mi deseo, en aquel tiempo, era alcanzar la retórica de Teresa, cuyas descripciones de una situación o cualquier noticia, me embriagaban. Intuí que su avidez lectora había sido la base de aquel bello vocabulario, así que al final del verano de 1994, me sumergí en la aventura de leer este libro. Para mí, un joven que estaba en plena pubertad y despertando al mundo de la política y el entorno que le rodea, los pasajes más eróticos, la crónica a pie de calle, los años de la Transición y tantas aventuras descritas, me cambiaron para siempre. Cuando cerré el libro, clausuré también la etapa de mis lecturas juveniles y me dije: esto sí es literatura con mayúsculas.
Ya no había vuelta atrás, Umbral me inyectó el veneno y llenó mi vida de una lírica agitación. A partir de ese momento quise saber más y más. La curiosidad me echaba pulsos constantes, aunque fielmente instalada en la onda musical de aquel estilo que me había cautivado. Devoré los libros de Umbral que había en la biblioteca municipal de mi pueblo, Huétor-Tájar, y recuerdo que me indignó el hecho de encontrar solo tres volúmenes del que se había convertido en mi autor favorito: Pio XII, la escolta mora y un general sin un ojo, Los helechos arborescentes y Las Ninfas. Tenía plena conciencia de que me faltaba fuelle para comprender todo lo que se decía en aquellas luminosas páginas, pero me daba igual, quería llenar mi oído de aquella música, de aquella lírica.
Durante los meses siguientes, supe que mi tío Salva, el verdadero artista de la familia, compraba diariamente El Mundo para leer a Umbral. Orgulloso de compartir gustos con mi tío, le pedí que me guardase las contraportadas y lo emulé cada vez que conseguía alguna moneda de mis padres. De esta forma, empecé a recortar las columnas de nuestro autor y a pegarlas en una libreta que conservo como un tesoro. Mis amigos se burlaban de mis gustos, - a mí empezaron a parecerme banales sus conversaciones de fútbol y de chicas, Umbral me aportaba mucho más -, y busqué una soledad en la que literatura y música (el flamenco, claro está) me acompañaron en todo momento. Hasta en la construcción, lugar de trabajo que frecuentaba durante las vacaciones y los fines de semana para ayudar a mi padre, me presentaba con un libro que leía en los descansos.
Las columnas de Umbral me llevaron hasta lugares insospechados, me abrieron a un universo de personajes literarios, de la crónica social, de la política y la farándula de nuestro país, y me procuraron un conocimiento – siquiera de oídas- que sorprendía a mis profesores de la época. Poco tiempo más tarde me enteré de que la biblioteca del pueblo de al lado tenía más títulos de mi autor predilecto. Por aquella carretera sinuosa y comarcal, hice cinco kilómetros de ida y cinco de vuelta en bicicleta un total de cuatro veces para extender mis lecturas, y allí me encontré con Travesía de Madrid y Memorias de un niño de derechas, entre otros. Ya en verano, me hice con Retrato de un joven malvado en la feria del libro de Torre del Mar y la novela Si hubiéramos sabido que el amor era eso, que llenaron mis vacaciones de ensoñación y nostalgia. Umbral me puso ante Proust, Baudelaire, Saramago, Virginia Woolf, Sartre, Marx, Dostoievski, Raúl del Pozo, César González Ruano y a tantos otros nombres que todavía hoy frecuento con fervor. También puse fácil a mi entorno los regalos de mi cumpleaños: Mortal y rosa, y El hijo de Greta Garbo, fueron regalos familiares que me llegaron muy hondo.
Así conocí a Umbral. La amistad puso en mi camino a este genio que me convirtió en el lector empedernido que soy desde entonces. Mi admiración era tan grande, que no consentía que nadie hiciera el más mínimo comentario peyorativo de Umbral en mi presencia. Se había convertido en parte de mi familia. Con los años y mis primeros sueldos, ya en la Universidad, empecé a adquirir más volúmenes. Celebré el Cervantes como si se lo hubieran dado a mi mejor amigo y cada nuevo libro de Umbral como un acontecimiento. Cada vez que me encontraba con Julio Anguita, saqué en conversación a Umbral para propiciar el momento que más me emocionaba cuando el ex alcalde de Córdoba enarbolaba un encendido elogio sobre su libro preferido: Lorca, poeta maldito.
Con 22 años entré como colaborador de un periódico granadino. Allí aprendí a hacer crítica, crónica, entrevistas y reportajes. Huelga decir que las columnas que publicaba cada martes se convertían en una alusión constante a mi idolatrado escritor. Varias de ellas comienzan con un “Como dice mi amado Umbral…” La redacción de aquel periódico me acercaba más a mi admirado premio Cervantes y me vanagloriaba por ello. Supe que iba a experimentar algo que me apeteció desde el primer momento: ejercer el columnismo.
El día que me alcé con la Lámpara Minera, el momento más importante de mi trayectoria artística, dediqué el premio a las víctimas de la siniestralidad laboral, a mi familia, a mis amigos… En la extensa nómina de entrevista que concedí al bajarme del escenario, El Mundo fue una de ellas. Al día siguiente, el periodista recogió la prolongación de mi dedicatoria junto con mis elogios a Paco Umbral. Fue el 13 de agosto de 2007. Tan solo faltaban 25 días para que nos dejara. El día que ocurrió su fallecimiento, El País me publicó una breve columna en la que expliqué, con lágrimas previas sobre el teclado del ordenador, lo que había significado para mí aquel hombre que ya no era (por emplear, una vez más, una expresión suya). Todo mi entorno me contactó para lamentarse y darme, a su manera, el pésame por la muerte del padre literario. Nunca le perdoné que se fuera tan pronto. 75 años no es edad para morirse, Paco de mi alma.
Mi biblioteca alberga hoy casi un centenar de sus libros, muchos de ellos en varias ediciones, sin que este detalle compute en el número que indico. Nunca pensé acumular libros suyos con la frivolidad de un coleccionista. Cada una de sus páginas están llenas de anotaciones, subrayados o contienen alguna marca que me sugiere comentarios. Completaré lo que me resta, en lo sucesivo, pero ni ese final a tantos años de militancia umbraliana, ni lo mucho que resuena en mi cada vez que escribo un artículo o alguna reseña, pueden suplir la pena de no haberlo conocido personalmente, el lamento por haber perdido tan pronto a esa máquina humana de generar metáforas y el hecho de no encontrarme cada día con su magia y fulgor en las páginas de un diario.