Artículos Francisco Umbral

El poblachón manchego


Anda en estos días por Madrid una sentencia nueva según la cual la constitucionalidad madrileña ya no tiene vigencia ni función, con lo que vuelve todo lo abolido por el uso, la costumbre o el tiempo. Quiere decirse con esto que Madrid recupera su semblante pueblerino y sus entierros y bodas en mitad de la calle, cuando estábamos empezando a vivir todo eso como ejemplo de los famosos, los poderosos y los improvisados en sus cotos de caza o aldeas medievales. Se descubre así que somos un poco rudimentarios. Los politiqueros periféricos que han apostado por fórmulas más modernas y anodinas vuelven ahora, lentamente, a los usos rurales. La gente ya no sueña con casarse en un palacio sino en la calle Mayor, a la vista de todo el mundo, porque subsiste la manía capitalista de enseñar continuamente el dinero que uno tiene y también el que no tiene. En última instancia, el dinero sólo sirve para que lo vean los demás bajo la fórmula de larga alfombra, de asombroso botafumeiro, de niño reciente o de importación destajista. Vuelvo a mi provincia y encuentro calles y plazas habitados por almacenes de coloniales, como en los tiempos en que yo era un colonial más. El poblachón manchego, que dijo Azorín, se exhibe hoy en mitad de la calle, porque los negocios son redondos, según la idea del negocio que tiene el nuevo rico, que es una idea estética y agresiva. La calle principal que yo paseaba es ahora, toda ella, un almacén donde conviven los productos de la tierra con la viuda que falleció anoche. Y todo va así. La ciudadanía corre a almacenar dinero sobre la alfombra colonial de los nuevos ricos, que necesitan reunir y mostrar su riqueza, pero sobre todo, eso, mostrar ese dinero a media mañana. Porque el dinero mercantil e industrial no conoce las ojivas sombrías del sótano, sino que reúne todo lo que tiene en un caudal numeroso y lo cuelga de los balcones como antes se colgaba la bandera de Cristo o la Purísima. La capital de provincias exhibe sus cosas, todo lo que produce en sus atroces fábricas, pero la capital política y nacional exhibe el dinero estilizado en figura de moneda, que cada día tiene más que contar en la Bolsa y en la vida. Toda esta guerra local para instalar al niño o casar a la niña no es sino una nueva manera de aforrar los euros como antaño se coleccionaban esas piezas de oro frío que eran la jaula del dinero. La gran pintura moderna es directamente la pintura. En las grandes exposiciones nos muestran todo lo que produce el trabajo de cada día. Pero la productividad de la guerra, cuando la hay, supera con mucho, estéticamente, a la productividad de la máquina. El hombre ciudadano rinde cuentas diariamente al hombre monetario. Ya se ha monetizado hasta el fútbol. El espectáculo callejero de una boda o un entierro (por mi calle pasaban muchos) nos parece que sigue siendo el mismo, pero sigue siendo lo contrario: un homenaje pagano a la vida y un homenaje mundano a Cibeles, esa diosa cereal que aman los futbolistas y los campeones.

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