Sonsoles
En esta guerra de guerrillas electorales que estamos viviendo en España hemos llegado a una particular guerra fría que es la guerra de las mujeres, inevitable y que se veía venir. A la señora Sonsoles de Zapatero le ha llegado una bomba personal que, afortunadamente, ha ido a buscarla a París, donde ella canta la Carmen de Bizet bajo las ojivas de los puentes del puro francesismo y las hojas muertas que condecoran ya la memoria del Sena. Un politicastro español se ha pronunciado en contra y a traición sobre la vida artística de la dama de nuestro Gobierno. Sonsoles, la bella Sonsoles no parece involucrarse con demasiado entusiasmo en esta aventura electoral que está haciendo de su marido un republicano venidero, si no es que otras damas votantes aventajan a Sonsoles en las sorpresas del último día, dentro de un feminismo beligerante y afanoso. Así, la Ana Botella de Aznar, el dandismo andante de la vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, algunas ministras muy nombradas y, en otro orden de cosas, el delicado ademán de María San Gil, que se retira por una temporada. Los políticos más acérrimos han denunciado el pecado adolescente de una saludable amiga de Gallardón, el impulso municipal de la pertinaz Botella y la apoteosis doméstica, evangélica y amiga de esa admirable Esperanza Aguirre, que un día se presenta en mi pueblo y al siguiente en otra majada honda, donde pasa la mano apacible por el rostro rubio y benéfico de un niño. Ahora, la violencia de género alcanza a Sonsoles, tan distante y tan distinta en su campamento musical de París. Un día la vimos evitar las cámaras de televisión en manifiesta huida de una gloria que no desea. Considera uno que el periodismo madrileño tiene toda la razón al perpetuar el enigma bellísimo de Sonsoles, pero sigamos denunciando las políticas plurales del presidente Zapatero. Y sigamos, sobre todo, respetando la biografía provinciana e internacional de Sonsoles, porque lo contrario supone un golpe bajo, un amor lejano y sombrío, una avilantez tardía y una ignorancia política que, incapaz de cubrir nuestra gestión, prefiere inventarla. La mujer española ha probado que está muy a punto de tener ideas propias y pertinaces, pero han tenido ellas la lamentable suerte de estar «durmiendo con su enemigo», por lo que a estrategias de partido se refiere. Todo el que salga averiado en sí propio o en su compañera sentimental derivará al desaliño de predicar que los hombres, como decíamos antes, las ha malogrado mediante la violencia de género. Es un pobre recurso que puede llevarnos a perder o ganar ideológicamente, pero atenta sexualmente contra la identidad de la mujer misma. Esto que decimos nos lleva a entender la lucha de partidos. Socialistas, liberales y neocomunistas han hecho del partidismo acérrimo un escándalo de vecindad. Cada día tenemos más partidos ideológicos y menos ideas. Lamentamos las decepciones parisinas de la aljamiada Sonsoles y sentimos no compartir los trapicheos de su marido. Tampoco sabemos qué parte de culpa tiene el presidente respecto de su dama, pero puestos a elegir, secundamos el adonismo jaspeado de la chica. Este periódico la ha depurado oportunamente como la que no entra en el juego de sus paseantes solitarios del Bosque de Bolonia.