Mi Valladolid de entonces
El Real Valladolid, después de los años, subió el domingo a Primera, con lo cual tendría uno que estar allí no para que le vean, sino para que no le vean, que es más descansado. Me dicen que ya una vez, una Liga, estuvo el Valladolid en ese renglón privilegiado de la Primera, y lo niego, pero me insisten. Ni idea. Valladolid es ciudad donde se juega a todo, incluso al dominó, como ya anotara don Manuel Azaña. Pero nunca ha sentido uno, con bastantes años de vallisoletanismo, el zarpazo morado y blanco de la camiseta local. Creo que en más de medio siglo me llevaron sólo una vez al fútbol, y lo encontré aburridísimo, repetitivo y dominguero. Sólo hacia el final del partido me enteré de que la camiseta de rayas moradas era la nuestra. Por culpa del Real Valladolid yo leí a muchos clásicos españoles, que es lo que había en todas las casas. Para mí, el domingo no era un día alegre, porque todo el mundo se iba al fútbol cuando la ciudad empezaba a estar animada. Yo era muy joven, mis amigos eran muy hinchas y hasta Miguel Delibes se entregaba a esa pasión inútil de don José Zorrilla, o sea el hincha. Recuerdo haber leído en casa de unas primas todo Blasco Ibáñez y en casa de unos amigos haber escuchado todo eso que Ortega llamaba «música narrativa» y que para él era la mala música, de Beethoven a Wagner. También leía yo la prensa de Madrid, que llegaba a nuestro pueblo a media mañana y comprábamos en el paseo de la calle Santiago. Un reportaje de Ruano, seguro, con sus zapatos de serpiente, una glosa de Eugenio d¿Ors y, si había suerte, un artículo/homilía del cura Llanos, que iba a ser gran amigo de Dolores Ibárruri, anciana guapa. Terminado el periódico, que duraba justo lo que un partido de fútbol, me echaba yo a la calle a recibir malas noticias, que Coque, el gran futbolista, el más popular del equipo, había fallado el cuero a los extremos, y eso, por lo visto, había que llorarlo mucho. Decían las malas lenguas viperinas que Coque andaba enamorado de Lola Flores, cuando la guapísima, estilizada y abandonada era la propia esposa del campeón. Quizá por estas pasiones inútiles (y sólo estoy haciendo crítica deportiva con muchos años de retraso) el Valladolid perdía una copa por otra mientras yo me hacía una culturita doméstica y los lluviosos y aburridos 50, siempre cantando bajo la lluvia, se cumplían hacia la nueva década y todos los de mi generación empezábamos a bordear la conquista de Madrid. No devorar más periódicos dominicales, sino escribir en ellos. Leo en estos días que el fútbol es un deporte muy bello. Bien, pero también nuestra primera novia era una señorita muy bella y no pasábamos el domingo con ella descifrando penaltis. Y al fin nuestro Real Valladolid vuelve a Primera sin que yo haya hecho un maldito artículo sobre mi equipo y sobre sus camisetas de un morado mallarmeano. «La carne es triste y he leído todos los libros», dijo el gachó del arpa. Acera de San Francisco, salón de la vieja Corte, humo, nostalgia y recuerdo mi Valladolid de entonces. Y paseantes de San Francisco, el doctor Bañuelos, genio nacional, Paco Pino, poeta pinariego, los Perelétegui, que tampoco pisaban el fútbol. O sea.