Rajoy, ahora
La semana pasada habló el señor Rajoy en uno de esos confesonarios que montan los de la tele cuando les mandan, ante 100 ciudadanos y 100 preguntas. Lo más admirable del encuentro quedará en la Historia de nuestra democracia como la madurez y verdad de los españoles, que ya se enfrentan fríamente, lúcidamente, con los líderes, siempre sospechosos, de la movida política. Y, de entre ellos, las mujeres, las insistentes y motivadas mujeres. El señor Rajoy nos había dicho que su plan para el encuentro era la sencillez, la claridad, la humildad de no ser líder de nada, pero sí amigo de todo. Efectivamente, don Mariano empezaba por predicar su humildad ante cada motivo punzante. Rajoy no tiene inconveniente en confesar que no sabe nada de nada pero lo va a explicar todo. Rajoy no hace soflamas ni saca pecho ni hace gracia con el precio del cafelito, sino que arranca de una ignorancia muy estudiada, una ignorancia sabia, digamos, hasta ir reconquistando el terreno perdido y hacerse con la atención de un proletariado arisco y auténtico. De modo que la verdad empezaba cuando terminaba el coloquio. De cerca se advertía que la sinceridad de Rajoy era una sinceridad de centro/centro, un discurso apostado en las cosas más que en las ingeniosidades de otros políticos. Esta paulatina conquista de la sencillez y la verdad es lo que ganó a Rajoy para la simpatía del pueblo que no le había prestado anteriormente demasiada atención. Decían los líderes de la izquierda, que también los hay, toda clase de cosas sobre Rajoy y lo último era eso de que no tiene carisma. Uno no sabe qué es el carisma. ¿El paraguas de mister Eden, el puro de Churchill, la decisión de Eisenhower, la cena solitaria de Mitterrand, como le veíamos en París cuando era príncipe del socialismo francés? Aquí en España el carisma pudiera ser el discurso de Ortega o la bondadosa maldad de Azaña. Pero un chiste preparado por una vieja no es nunca el carisma. Todas estas cosas parece como si las supiera don Mariano Rajoy, que probó la otra noche la honradez de la cerradura de Génova. Estuvo genial cuando le tocó bailar con la más fea del coloquio. Se aclimató y se adelantó a toda burla para manifestar su elogio y asombro por las veleidades de la vida. Rajoy queda resumido en una palabra que va perdiendo lustre, lamentablemente. Rajoy es un «humanista». Y hasta, si quieren, podemos quitarle las comillas, porque esta columna se hace mirando a todas partes menos al derecho de la derecha. Hablaba el filósofo de la distinción entre anécdota y categoría. Hay una política, a derecha/izquierda, que se basa exclusivamente en cultivar la anécdota, lo mismo en el café que en el Senado. Y hay una izquierda que vive de cultivar la categoría como situación, pero también como sistema de ideas. Aquí en España y en los reinos de Taifas que está fecundando el Gobierno, la izquierda es una categoría que viene de Felipe II y Antonio Pérez, aunque ahora digan los libros nuevos y oportunos que no. Lo que pasa es que se vende la categoría como anécdota y Marañón como Antonio Pérez. Rajoy como Aznar también está en venta. Incluso Rajoy como anécdota. Pero no se deja.