Artículos Francisco Umbral

Un místico


En el pabellón Villanueva del Jardín Botánico lucen todavía Las constelaciones de Cristino de Vera como resto del homenaje que se ha querido rendir a uno de los más singulares artistas del archipiélago. Las constelaciones de Cristino de Vera, en especial su ascetismo interior y su ingenuidad, que es toda una sabiduría, definen el arte de este maestro solitario frente al diálogo de las generaciones y una juventud que vive bajo el volcán. A Cristino de Vera lo conocí en la escuela del Gijón y luego conviví con él en los cursos de Camón Aznar, Universidad de Santander, donde pasábamos el verano debajo de una barca volcada bebiendo algo de vino, mirando a las bañistas y hablando de pintura, de filosofía y del tiempo que hace, casi siempre malo. Era un Cristino bullicioso y confuso, con raptos de sencillez y genialidad. La vida ha ido ahusando su lámina y la edad le hace pensativo. Le he visto desde antaño por las esquinas de Madrid, solitario y avizor a la mujer que pasa y a la que no pasa, como un místico estrangulador de corazones en su altillo del Rastro, cerca de esos pájaros que huelen mal y a la altura misma en que el Rastro se acaba hacia arriba y los ángeles de verdad sustituyen en el cielo a los ángeles barrocos y remendados de los chamarileros.Tuvo, como Chumy Chúmez y otros de esa generación, la genialidad de quedarse soltero para mejor consagrarse a su pintura y a la mujer que pasa «con paso de estatua», desconocida e imposible como la viera Baudelaire. Este canario reflexivo, este guanche místico ha dejado el rastro de su vida por el viejo Madrid, ha mirado la vida desde las peores esquinas y se ha enamorado cada tarde porque es un hombre de corazón propicio. El arte de Cristino de Vera es algo así -y lo he escrito muchas veces- como un Zurbarán a plumilla, como un Zurbarán más místico que el otro y que ha depurado su arte hasta dejarlo en un juego de paralelas que al final resulta una manzana o una taza. Vive la fascinación de los objetos y sabe como Heidegger que las cosas aparecen cuando las nombramos por su nombre, que las cosas las creamos nosotros, insólitas y vírgenes, cuando las ponemos nombre. Gorrión, taza, rosa, ventana, son constelaciones que pueblan nuestra cotidianidad y que sólo la mirada mística del zurbaranismo puede dar vida con más intensidad aún y más pureza que Velázquez. En ese zurbaranismo está Cristino de Vera. Este pintor es el grado cero de la pintura. Ha llegado a la genialidad por la vía de la depuración, como Luis Fernández y otros. Cristino no es una gloria nacional porque vive en un país barroco, encendido y sucio de crímenes y oraciones. Es el ángel de la geometría que se ha posado en una esquina de Madrid para preguntar al primero que pasa cuánto dura la vida, esta vida, como otros preguntan la hora. A mí me ha hecho siempre esa pregunta: «¿Cuánto dura esto, Paquito?» Y esto no se sabe si es la vida, el arte, el amor, lo angelical de las porcelanas en los vasares del cielo.El místico de las cosas se ha ido al Jardín Botánico situando sus cuadros purísimos en mitad de esa manigua urbana que es el Botánico. Y ahora le pregunto yo a él, cuánto dura esto, Cristino.

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