Artículos Francisco Umbral

Un místico


Vino de Canarias en 1951, anduvo con aquellos golfos de la primera vanguardia y hoy expone en el Museo Arqueológico Nacional una obra que es algo así como la arqueología del futuro, la calavera de este siglo o del que viene. Pilar del Castillo no sólo quiere renovar academias sino que parece dispuesta a remover vanguardias. Cristino de Vera nos ofrece ahí una obra como de postrimerías, no por vanas razones cronológicas sino por la depuración absoluta de sus creaciones, que quizá viene de Juan Gris y Luis Fernández, pero con su resabio de cubismo y Vázquez Díaz, todo muy azurbaranado en el nuevo tratamiento de la materia, aún más microscópico, y en el milagro místico de esas tazas sobre la mesa que son todo el ascetismo de España visto por un místico ateo y entredudoso que o coge un catarro o está llegando a la genialidad. «Cesto de frutas» de 1997, es la cantidad mínima de pintura que se puede ofrecer al espectador, menos ya no cabe en un cuadro, que por eso mismo resulta pleno. Conocí a Cristino en Santander, la Magdalena, mediados los 60, cuando el olvidado Camón Aznar pastoreaba aquella majada de artistas jóvenes que le respetaban tanto como le burlaban. La pasión por la pintura y la pasión por las yanquis nos hizo hermanos para siempre, y Cristino se acostaba al alba, visionario de vino, místico del vino, hablando, siempre hablando, porque ha castellanizado su guanche y quiere poner en prosa y palabra el silencio geométrico de sus cuadros. «Cráneo y flor blanca, homenaje a Durero», es una tinta china sobre papel fabriano, donde la complicación de la sencillez llega a su éxtasis. Cristino suele trabajar el óleo sobre el lienzo, pero esto ni parece óleo ni parece lienzo, sino un silencio que se hace visible por la sola presencia de una taza con su viso de sol y su pozal de sombra. Le veo toda la vida por los restaurantes de Madrid, solitario y monologante, o acompañado por alguna mujer, una de esas mujeres que entran calladamente en su soledad de genio y se quedan a vivir o a morir en aquel estudio que el pintor tenía por el Rastro. En 1998 le dieron el Premio Nacional de Artes Plásticas y hoy nos ofrece veintiséis pinturas y veintiséis dibujos sobre fabriano que no alcanzan ni a las letras del alfabeto, pero lo dicen todo con la locuacidad de su populoso hermetismo. Como Cristino ya es un clásico se le buscan los parentescos más difíciles, como ciertas estelas egipcias, esculturas ibéricas o cuencos romanos. Todas las vanguardias han mirado vertiginosamente hacia lo antiguo porque los vanguardistas son los prehistóricos del porvenir y del devenir. Angel Ferrant y Alberto Sánchez se dice que visitaban estas salas para aprender o para enseñar. Es una fiesta de primitivos que se salta el Renacimiento. Pero Cristino es un metafísico que no acaba de creer en las cosas si no las ha pintado previamente Cezanne. Estas últimas obras suponen para mí un susto y un hallazgo. Cristino se va quedando en la mera idea de lo que quería pintar, en el esquema purísimo de lo solamente pensado: tazas, cestos, velas. Ahí nos hemos encontrado.

Comparte este artículo: