Artículos Francisco Umbral

El pelo


Lo que pasa con el pelo es que no es normal. Olvido Alaska se lo afeita hasta el segundo hemisferio cerebral y otras se dejan melena lánguida. A las últimas manifestaciones estudiantiles, uno ha ido mayormente a mirar el pelo de los jóvenes. Ellos y ellas llevan melenas no muy largas, pero suficientemente despeinadas. Toda una contestación al flequillo calvo de Maravall. ¿Y los caballeros entrados, qué pelo nos ponemos? ¿La melena lacia y sufriente de Aranguren o el flequillo adolescente y canoso de Monleón? Hubo un tiempo en que todos los pelos eran largos, y entonces no había más que pasar de peluquería, lavarse la cabeza en casa o, como uno, ir a Pedro Romero, con todo el semblante, a lavarse los tirabuzones, mientras le sirven a uno una cerveza. De cortar, nada. Todos embozados en nuestras melenas, más o menos precarias, éramos la post/novedad y la marginalidad. Pero he aquí que los pequeñitos nos traicionan y se cortan el pelo a cepillo, como una caricatura nazi. A los calvos no los veo yo con el pelo a cepillo. A Carmen Conde, tampoco. El pelo, pues, ha acabado con la confusión generacional y ha puesto orden orteguiano en las cosas. El pelo/cepillo de los postnovísimos nos retira definitivamente de la circulación, o nos aparca en nuestro rincón de villanos envejecidos: volvamos al esculpido a navaja y a la laca, como al confort generacional de lo nuestro.El pelo es la bandera de todas las revoluciones, y lo que más nos desconcierta de las últimas movidas obreras, juveniles, estudiantiles, es que llevan el pelo sencillamente descuidado, ni largo ni corto, que es justamente lo que ya no pueden hacer los ministros y lo que no podemos hacer nosotros, que nos quisiéramos apóstoles laicos de la nueva fe agnóstica que nace bajo un semáforo de la Gran Vía. Hubo un tiempo ordenado en que el pelo largo era underground y el pelo corto era yuppy. Ahora ha amanecido a la revuelta una generación, ellos y ellas, que se olvidan de su pelo, que van de naturales, que no presentan un folklore previo, y esto es lo que nos tiene más atónitos. Marcelino Camacho, junto a ellos, quedaba con la cabellera blanca esculpida a navaja por un barbero de Carabanchel. Nosotros hubiéramos quedado como anuncios de colonia La Giralda. Cuando Sartre fue a hablar a los amotinados de París, en el 68, también le silbaron. Sólo André Gide había advertido que es peligroso (ridículo) correr delante de la juventud para proclamar que la juventud le sigue a uno. Pero hubo momentos metahistóricos en que los jóvenes consintieron en la promiscuidad con nosotros. No había más que dejarse la melena o la barba para ser el Alan Watts en una plaza de Amsterdam. Ahora se rapan hasta el cerebelo, como Alaska, o van naturalmente despeinados. La melena y la barba han dejado de ser un embozo. A los adultos no nos queda otra cosa que la revolución como hipótesis de trabajo y el esculpido a navaja de Pedro Romero.



Creíamos que íbamos a dejar de ser rojos por culpa de Felipe y ocurre que dejamos de ser rojos por culpa del peluquero (al bello Curiel le está amaneciendo la calva). Ellas se hacen cortes y peinados geométricos, asimétricos, que nos invalidan las "cascadas de oro" de Quevedo/Lisi. Habría que volver a Guillermo de Torre, Gerardo y Borges, para glosar en verso estos pelos hirsutos y carrés. Pero habría que volver sin que pareciese que volvíamos, porque entonces también se nos notaría la generación. Estamos fuera del juego estético y encima no entendemos de qué protestan.

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