Artículos Francisco Umbral

El Avión


A El Avión o Avión Club me llevaba Rosa Montero en los setenta, cuando ambos éramos progres. El Avión, en los flecos del barrio de Salamanca, final de Hermosilla, donde termina la exquisitez y principia la cutreidad, era un sitio cimarrón, pequeño y nocturno, con ventiladores como los de Casablanca y clima de postguerra, todavía. Daban whisky con una ración de pipas. Ahora han cerrado El Avión. No se propone uno hacer aquí la elegía de cada café que se cierra, pero El Avión no era un café exactamente, sino un bar que había nacido a la sombra de las alas franquistas del Atlético Aviación, como esas tabernas taurinas con una filosofía belmontista o manoletista. De modo que la épica aérea de la guerra se adunaba allí con las fotos futbolísticas y el piano cojeante de César (cojeaban ambos, el piano y el pianista). César, que ahora está viejo y enfermo, era como una especie de notario loco que hubiese dejado la notaría por tocar música de películas, a cambio de la cerveza libre, en un bar con prehistoria de varietés, memoria de asturianadas y un gentío reciente, mezclado de «zona azul» y progres de whisky malo. En El Avión presentía yo más que nada la memoria involuntaria y falsa de aquellas mañanas de los cincuenta, el cuarentañismo puro y duro, cuando los señoritos de la guerra se tomaban el vermú entre hélices y ventiladores, preludiando el partido de la tarde en el campo del Atlético Aviación. Veinte años más tarde, una juventud urgente y desorientada tomaba los reinos de la noche y encontraron en El Avión la nostalgia de Casablanca (César lo tocaba mucho), el esnobismo cutre del whisky con pipas y el presentimiento, como un temblor, de que algo iba a pasar en España, de que todo cambiaba, de que sus vidas empezaban y, semiolvidados los Beatles en la memoria adolescente, uno no sabía si poner su vida al bolero de la novia o al vértigo de los Rollings. No sabían si iban a ser de izquierdas o de derechas. Al fin, ya se ha visto lo que han sido, un par de generaciones arropadas en la mística de la droga, dispersas en la estampida de las motos, hijos naturales de un fin de siglo no ya sin ideologías, sino incluso sin ideas, unos huérfanos tardíos de la guerra civil que no les importa (a lo mejor hacen bien) y unos desamparados de la gramática que sólo escriben pintadas y con mala ortografía. Cuando se entornaba el viejo Ateneo, que no acaba de pegar el grito ateneísta, poniendo la voz de Azaña o de Unamuno, cuando se cerraban los cafés y las listas electorales, El Avión se abría todas las noches a una gallofa joven y sin rostro, pre/postmoderna, en los reinos de la cutreidad, la indecisión histórica y el trance sentimental de tener las ideas de papá o no tener ideas. El Avión tuvo clima, más prehistoria que historia, El Avión tuvo gracia, pero no tuvo nunca el perfil político, literario, definido, de los grandes cafés de antes de la guerra. La contradicción irónica del whisky y las pipas explica una contradicción más profunda, una duda nada metódica. De El Avión salieron unos chicos que luego han pasado al ballantaines y otros que se han quedado para siempre en las pipas. Toda generación se parte en dos, sólo que ahora son muchas más mitades porque no hay por la calle una idea ni un nombre en que militar, porque la deflagración del PSOE destiñe sobre las almas muertas y el apogeo/perigeo de las derechas tiene su inspiración vaticana en el Opus Dei e Isabel Tocino. El Opus/PP nos va a salvar otra vez, como siempre, nos va a sacar de sitios peligrosos y borrachos como El Avión, donde hasta iban rojos. En cuanto a César, el pianista, que se mejore. Tócala otra vez, César.

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