Artículos Francisco Umbral

Azorín


A Azorín le visitábamos por las tardes. Queremos decir que esta visita la hacíamos siempre que el maestro nos hubiese dado aviso telefónico y alguna orientación sobre el famoso desconocido, don José Martínez Ruiz, Azorín. Y, ya con la cosa en marcha, se complementaba con un anticipo informativo que nos cogía por sorpresa: «Me levanto a las seis de la mañana y escribo mi artículo para ABC; un artículo corto como de un duro. Yo soy un hombre de un duro». Azorín, el maestro Azorín, vivía entre las Cortes y don José Zorrilla, en un piso señorial pero no triste que siempre me sale al encuentro cuando voy a visitar al escritor. Muy por delante de Azorín allí nos encontramos con una tienda de audífonos que a mano derecha arregla los audífonos y lo que le lleven. A mano izquierda, el hombre de un duro escribiendo desde el alba y vestido ya como para una recepción. Eso de ir de escritor de un duro cuesta cinco pesetas. La mejor filosofía para irse con Azorín al cine es conseguir que nos invite. El maestro ve en el cine cosas insólitas que no tienen mucho que ver con el séptimo arte. «Habrá reparado usted en que el sombrero de Gary Cooper es una herencia del sombrero extremeño de toda la vida». Pero lo más estupefaciente del escritor es cuando nos pide un vaso de agua en el descanso y hay que compartir con él el agua porque Azorín es un agüista privilegiado que va a llegar a los 100 años por no haber bebido nunca otra cosa que agua. Le interesan mucho los agüistas, mayormente si además son curas. Después de la cinta cinematográfica o película, que él llama «pielecita» en un alarde gramatical, a tomar notas para lo que ha visto. Claro que el maestro también ve cosas fuera del cine. Yo leo con calambrazo eso de que Azorín pasa la mano por el «cerro» de su gato. Le va bien al maestro ese barajeo de las gramáticas, donde de pronto aparece Santa Teresa, también madrugadora. El naipe de la santa y los clásicos. Azorín vuelve a casa para cenar con su señora y al final de la visita torna a la radio y es cuando dice eso de que «la literatura está en el adjetivo». Azorín fue el cronista del 98 y todavía llegó a tiempo de recoger aquello de Dionisio Ridruejo cuando el poeta falangista glosa el Sistema engrandeciendo los Estados que se rigen por señores a caballo. Azorín queda, ya se ha dicho, como el cronista del 98 y tiene su antagonista más fecundo en Pío Baroja, que a su vez mantiene una guerra fría contra Valle-Inclán. Lo que hoy hubiera sido una disputa de géneros, los del 98, menos politizados, lo dejaron en un laberinto de pensiones y teatros que todavía conservan nombres, como Jácome Trezo. Azorín es un clásico frío que trabajó mayormente con los clásicos barrocos, y leyendo a Azorín nos asaltan los Bernini, Teresa, las fascistas españoles, las aristocracias madrileñas. De modo que Azorín se perfila siempre del lado contrario. No es que viva en trance madrugador y ofensivo sino que la originalidad de su España le lleva a la violencia impasible del hombre que encontraría sus antagonistas donde los demás buscábamos un otorrino.

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