Artículos Francisco Umbral

La paz fría


En este recalentado verano de guerra caliente lo que más está floreciendo es la paz fría, la paz que sueña Putin, la paz que exhibe ETA, la paz policial, la paz del matrimonio Victoria/Beckham, y en este plan. Llevamos casi un siglo mejorando la paz de la Tierra y ahora se va viendo que era una paz relativa, añorada, insegura, porque cuando hemos llegado a los remansos pacíficos de la paz, a los oasis placenteros de la política, ocurre que todos añoramos la paz, añoramos el mal en acción como una variante madura de la guerra. Ahora es cuando el hombre no sabe nada de sí. No sabe ni volver a la paz religiosa, a eso que alberga la misteriosa paz mística de la palabra paz. Putin iba a ser la matrícula viva y caliente de la paz. Fue cuando el poeta escribía del entrañable Egipto de las cosas. Los intelectuales de la nieve ya habían tomado nota de que sólo en la paz lírica del mundo se comulga con la guerra por mucho tiempo. Ahora ya no se busca una paz largamente nevada, sino más bien una paz inevitablemente fría, pero favorable y vagamente occidental. En su tregua pactada los etarras han comprendido que ellos imponen una paz condicional y disponen de la vida como los demás, como de una cosa convencional, nacional y vividera mientras el enemigo, un enemigo de corbata, sonríe con mejor estilo. El mundo se va esponjando en unos manantiales de silencio, ese silencio con el que no contaba nuestro mundo y que es algo así como el sepulcro decisivo y justo o injusto de cada país. Así va ocurriendo la paz en los campos de la Tierra. Eso de la paz va volviendo a tener diseño de difunto y nadie explica bien cómo volvemos siempre a los alegres campos tristes de la paz mundial que es una paz fría y cada uno la paga como puede. El entrañable Egipto de las cosas ya va siendo para siempre el reposo de las cosas. Hemos triunfado convencionalmente en el retiro de las paces, pero ahora comprendemos que la vida nos necesita para ser vivida y que la vida sin nosotros no es nada. Por eso debiéramos respetar el mundo plural que creamos y volver a él paso a paso, descubriendo el entrañable mundo, o Egipto, o Stalingrado, del que nunca quisiéramos volver. Cuando la paz estaba lejos y era sólo un rescoldo de cosa muerta, creíamos en la paz y nos sabíamos dueños de ella, pero ya llevamos un tiempo gobernando y dialogando la paz y hemos entrado en la melancólica condición de ser sólo unos hombres que vuelven a depender de sus equivocaciones. La paz era así, pero otra. Europa era así, pero nuestra. La nieve era así, pero blanca. Somos criatura de paces incontables, y ahora retornamos a la luz de ese calor que tiene la paz fría por enterrar algo muy nuestro bajo la nieve negra del verano. Hay que dar la vuelta al mundo, como un Papa impaciente, e ir anotando los nombres de cada víctima, de cada poeta, de cada apóstol de la paz, para que nos digan cómo pudieron hacerlo, cómo pudieron encender una nueva humanidad sobre hogueras de fuego frío. Hay paz fría en cada pueblo y pronto nos iluminará la paz caliente del enemigo. Porque, del enemigo, todavía sabemos poco.

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