Ibiza
El hombre que por primera vez visita el mar a pie enjuto es como si volvieran a bautizarle. El mar entero acude a su bautizo, que dejará ya para siempre, en el fondo visible del monstruo, la huella de su visita y su renacimiento. Yo, viejo castellano de Castilla la Vieja, recibí este sacramento en el fondo luminoso de nuestro mar más claro, ese Mediterráneo que añoro ahora, en un triunfal verano. Era yo cristiano sin cristianar y ya tenía en torno a los dioses menores y populares de todos los sacramentos. Camilo José Cela, que se bañaba entre dobermán agresivos y señoritas domésticas que pretendían ahogarle. Todas las tardes se repetía el sacramento con más unción pagana que vaticana. Otro dios menor de mi teología era por entonces -juventud, quiero decir-, Ignacio Aldecoa, que había recibido de Homero la metáfora inmortal: «El mar color de vino». Y se bebió el mar con una grandeza de otro tiempo. El Mediterráneo es la consola común donde varias civilizaciones esconden el museo plural de sus varios tesoros. Llegó el poeta y le puso título a todo eso: «No encontré flores para mi madre». José Pla, el gran profesional del Mediterráneo, hacía su propia ronda de las tabernas marinas y, llegados a puerto, los compañeros de viaje, mejor que bajar a comprar whisky, se quedaban a bordo escuchando a Pla, que era como escuchar a los coros de todo el Mediterráneo, con sus túnicas griegas y sus leyendas marinas. El joven bachiller del Mediterráneo, o sea el escrutador de libros, Père Gimferrer, se entera una noche de lo que pasa y aprende cómo arde el mar. Hacer una gira por el mar de la cultura, que dicen los catálogos, es encender todas las farolas de ese barrio con islas, lésbicas, homeros y lesbis. Hay el Mediterráneo de los griegos, que todavía orinan al pie clásico de sus mitos y el Mediterráneo de Malaparte, que servía sirena a la plancha para sus invitados, y efectivamente al final del arroz asomaba una niña, hay el puerto de Pablo Neruda, que sólo viajaba en barco y nos llevaba a los periodistas hispanos a tomar unas cervezas hasta el próximo barco. Ahora, desde hace unos meses, Ibiza es la patria del poeta desnudo y allí nos internamos con nuestra desnudez, en compañía de un director de cine, una princesa de la vieja Europa, una bella abrasada de mediterráneos por todo su cuerpo y todos los dioses que orinan de noche junto a la profunda playa. Las viejas escritoras que añoran su Ibiza de la posguerra mundial nos miran como si fuesen a retratarnos para el periódico, y tanto que lo harán, pillándonos a medias del bocadillo de salchichas. Es la hora doméstica de olvidar el desnudo a cambio de los vestidos que pasan. Los barcos del trayecto Barcelona-Valencia permanecen amarrados por guirnaldas verbeneras como papel higiénico, hasta que despegue toda la verbena. Yo como viajero previsor, ya me he tomado mi primer valium. Los barcos pobres te echan a dormir el primero, como si fueras un paquete. En el hotel quedan, como siempre, algunas chicas llorosas, y las demás se han ido a la carrera olímpica de tangas.