Perdimos la primavera
Perdimos la primavera. Perdimos la Transición, la memoria histórica, la Guerra Civil, la Liga del Madrid, las carreras de caballos, que eran un deporte muy fino de Felipe González, y ahora estamos a punto de perder la primavera en sí misma, la primavera natural, floral, la primavera primaveral. Y lo digo no sólo en un sentido metafórico, sino también en un sentido legal de calendario. Aquí no hay un dios que se aclare. Los 30 años de Constitución han sido un repente que hemos tenido en el cuenco vibrátil de las manos y que no volverá. La primavera es una invención de los optimistas como Einstein inventó la relatividad y algunos planetas simpáticos. Para inventar o reinventar más cosas hace falta una colonia de veraneantes, un jardinero al menos, unos vecinos que aforen o aflojen la pasta y una amiga que venga a verle a uno como esta tarde van a venir Carmen Rigalt y otras chicas. Si concitas todo eso te saldrá una semana primaveral que recordaremos ya como todo un año larguísimo, el año único en que consiste nuestra vida. Ya tenemos algo que contar a nuestros nietos. Lo que no tenemos ahora son nietos. Aquello que hemos conmemorado en estos días, aquel año de la Constitución hallada por los españoles, se nos presenta en la memoria pálida como una primavera política que nos trajo un verano caliente, un otoño justiciero donde caían las cabezas como sentencias y un invierno humilde «como los leñadores», que dijo el poeta. Y vuelta a empezar con el invierno, un invierno de cines, atentados y fondo de armarios robado a conciencia por Batasuna, que es la que cree la derechona que roba los abrigos. Qué tristeza, qué pesadez, qué lata esta rueda del calendario que nos lleva a todas partes y nos deja en ningún sitio. La política saca calendarios con chicas y peor era aún cuando los calendarios traían mozas garridas, señoritas de metrópoli, acueductos de Segovia y viaductos de Madrid. Estos calendarios había que quitarlos para borrar el tiempo, que es lo que nos persigue. El tiempo existe porque lo mantenemos nosotros, como unos sentimentales y despistados poetas. Entre los hombres del tiempo y los hombres del soneto han conseguido hacer del tiempo una horterada. Mayormente los que creen en el tiempo, que es una deidad de la corriente, como escribió Jorge Guillén refiriéndose al cisne. No quiero que se me ocurra nada lírico en esta columna porque a lo mejor van y me dan un premio como se los daban a Gerardo Diego por decir estas cosas: «Agua multiplicada, dividida». Y otras más bonitas. Ahora dudo de si había entrado en la aritmética primaveral Gerardo o García Nieto. Los fanáticos de la primavera me explican que está ya muy cerca y uno, que no quisiera ser fanático de nada, se encoge de hombros como sacudiéndose el numeroso polen primaveral que no hay. Aquella primavera de hace 30 años ha querido rehabilitarla Zapatero, como otros rehabilitan al general Franco. Pero queriendo demostrar eso en nuestras columnas y televisiones hemos rehabilitado, de pasada, a Gutiérrez Mellado, a Martín Villa, a Milans del Bosch, a Tejero, Dolores, Santiago y Alberti. O sea la Santísima Trinidad de la España venidera.