Artículos Francisco Umbral

Chaplin


«Charlot es todos los domingos del siglo». Lo dijo o lo escribió Ramón Gómez de la Serna. Efectivamente, la sesión infantil de aquellos años 20, familiares y modernistas, estaba dedicada a los niños cinematográficos porque ellos aprendieron antes que nosotros que la adolescencia, toda adolescencia es una calle cortada por la que barzoneaban con su avilantez las familias rumorosas y burguesas de una guerra que se veía venir y que no llegó nunca sino en forma de sangre, hasta que amanecía la primera, provinciana y mundial, donde se comulgaba hambre y se vendimiaban mujeres. Charles Chaplin, Charlot, vivía afiliado a un club que era una piedra, y donde fumaba tabaco viejo con los vagabundos, los guardianes de nada y los niños precoces que veían a sus padres partir hacia la guerra en trenes que tenían algo de silbatos humanos huyendo de tribus mudas hasta que llegasen las tribus excesivas de Buster Keaton, los Marx, Mack y todo aquel roperío del primer Sennett. Chaplin reaparece ahora en una de sus múltiples reencarnaciones, hasta Candilejas, que tanto conmovió a Azorín. La reaparición se da aquí cerca ilustrada por la prosa galante de aquel genio del cine y la danza minuciosa y tentadora de una bailarina como tantas que persiguió don Charles y que es ya como una metáfora de los ballets rusos, ilustrados por el genio epocal de Picasso y Jean Cocteau. Era el siglo XX, que nacía para ir a la guerra a ver morir adolescentes de sangre y poetas malditos. Charlot es la denuncia de la miseria y las ruletas de oro, la exaltación todavía romántica de la generosidad de las grandes ciudades, donde el vagabundo comía hambre entre las piernas de las jovencitas generosas y los tropeles de novias citadas por Keaton entre piedras rodantes, Rolling Stones que diríamos hoy. Era la exaltación del matrimonio burgués de clase media con su perfume de hule y su mito de hijos rubios que florecían como antes habían florecido los ángeles desnudos del modernismo y el simbolismo bajo los pianos del pobre cantados por Patachou. A todos los señores les cortaron la corbata con las tijeras de Patachou, les convirtieron en proletarios sentimentales, cuando Chaplin se tocaba con su bombín de prestamista judío, porque el vagabundo era judío y eso estaba mal visto, mientras él, en las orillas del Támesis pedía limosna y observaba al gato manipulando silenciosamente sus asuntos, según diría él mismo o escribiría. Porque a Chaplin le habían echado de Gran Bretaña como luego volverían a echarle de Hollywood, como se echa siempre al judío por bueno o por malo a los ojos del yanqui rubio y tostón. No se equivocaba Ramón. El dandi inglés era el domingo del mundo, pero estaba viniendo un espíritu gentil llamado capitalismo que nos traía una novia, Paulette Goddard, con los dólares en el escote para pagar la boda. Así se casaron muchas y España todavía tiene aquí una moza escueta que nació del cine y sigue en el cine, Geraldine Chaplin. Hoy Chaplin es arqueología floreciente y remembranza fructuosa. Es vanguardia reelegida y domingo infantil. Dandismo solitario en el celuloide acompañado del cine, ese recuerdo.

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