Los hermosos segundones
Recuerdo aquel Gallardón adolescente, un niño grave y empeñoso, cuando pasaban él y otros, como Van-Halen, y se detenían a saludarme en la revista donde yo trabajaba. Eran politiquillos de derechas y querían saber qué cosa era un político joven y de izquierdas, engrandecido por la fatalidad de una guerra civil. Me llevaban sus poemas y sus textos líricos y políticos. A Gallardón padre le conocía yo y le trataba como amigo erradicado en la derecha intelectual de Madrid, aquella derecha que sí había pecado contra Dios o el párroco, no se arrepentía de nada y todo lo daba por bueno y necesario para santificar y beatificar la Guerra Civil. Gallardón, el hijo de Gallardón, era curtido como una esfinge y sobrio como una tragedia. Aunque seguía posando de poeta, le salía el político por todas partes y tenía algo recio y obstinado de su fijación ideológica no se sabía en qué. Van-Halen, más abierto a la Historia desde su apellido, fue también un chico de Fraga, pero Fraga no le dio verdadero crédito hasta terminar la carrera, su optimismo y sus sonetos le ganaban las asignaturas. Fue un gran amigo de juventud y lo sigue siendo. Éstos son los hermosos segundones, y otros muchos semejantes, que pudiéramos obtener en una valoración a lo Valle-Inclán. Hoy están en la revolución española de derechas con mucha influencia obsesiva de la izquierda también inaugural. Esto, en cuanto a la segunda generación de posguerra. En la anterior se sitúan Felipe González y Alfonso Guerra, más expansivos y agresivos que ningún otro. Leyendo o escuchando a Felipe se asiste al espectáculo admirable y raudo de un hombre que empe- zó muy pronto a disfrutar la magia trasnochadora de la conspiración y que todavía conserva el poder de convicción ingénito. Está haciendo en solitario unas confesiones posrevolucionarias para no arrepentirse de nada porque ve que eso sirve para poco, y entonces es cuando dice aquello otro de la calderilla. Toda su experimentación con el poder o acerca de él es un admirable tratado de gobernación que fue dándonos en capítulos mientras sonaban en las honduras de la Moncloa los disparos optimistas del billar de Ramoncín. Recuerda uno la bizarría de Tamames y la gran efigie de Carlos Marx, recuerda uno a Carmen y sus zapatos. Ramón, en los títeres de cachiporra y su loa a los «legendarios niños saharauis», como recordamos el dandismo marxista de Nicolás Sartorius que nos abruma hoy, lapidándonos, su obra maestra El final de una dictadura. «Hermosos segundones» llamó Valle-Inclán a los héroes carlistas de su literatura. Luego los héroes han sido gerifaltes de antaño en la novela y el teatro. El censo político se ha ensanchado por todas las esquinas, pero ya no tenemos aquel personaje contradictorio y patético que era el anarquista catalán o el general iluminado y perdedor. España ha crecido hacia el pasado y hacia el futuro, pero a costa de una proliferación política, ideológica y económica que no mejora mucho los esquemas del siglo pasado. Que no hay crecimiento real, o sea.