Artículos Francisco Umbral

Ana Obregón


Leo en una revista anónima y alfabeta esto que dice Ana Obregón: «La decisión de operarme el pecho ha sido la más importante de mi vida». Todas las mujeres occidentales, o casi todas, refieren su buena o mala suerte a esa medida quirúrgica. No sabemos qué es de ellas después de la autoprofanación, y utilizo esta palabra religiosa porque, efectivamente, hay algo de «las entrañas blancas del silencio» en la abundancia de medidas drásticas aplicadas a la mujer contemporánea, esa «tierra baldía de lo humano», según dijera T. S. Eliot. Pero antes de Eliot ya estaba investigándose, por científicos y poetas, el sentido místico, el sentido lírico y el sentido común en el cuerpo de la mujer. La mujer es un ente barroco que lo sabe todo de su cuerpo cuando no sabe nada de su alma. El hombre ya había decidido que los senos femeninos eran literatura, una literatura sobre la que él podía tomar medidas, buscar su suerte y la suerte de la mujer o las mujeres. Esto es lo que le debemos a las desposeídas o majas desnudas de Goya. Años atrás, en España, Gómez de la Serna ya había escrito y publicado su libro Senos, que todavía se sigue leyendo sospechamos que por motivaciones sentimentales del hombre que lee, el hombre que relee y el hombre que plagia. Hace unos años me contaba Ana Obregón, la ninfa constante de la escena española, que iba a tomar esa medida heroica como remedio urgente, pues se decía contratada por Hollywood para el rodaje de Una línea de coro, excelente película que luego gozaríamos en Madrid sin que nuestra estrella asomase por entre las candilejas, con o sin mitología erótica ni apacible de nuestra estrella. Las culturas históricas y las otras se han manejado siempre muy bien con ese alarde barroco de los senos que a unas les sobran y a otras les faltan, acabando todas en un sensato término medio gracias al cual se ha podido instaurar el feminismo, el matrimonio monógamo, la emancipación de la mujer, la familia numerosa, el libro de familia y la vivienda protegida. A nuestra admirada Ana no le ha ido demasiado triunfal su autorregulación heroica de ambas mamas, en cuanto a solicitación de los productores, que no dejan de ser los sacerdotes laicos de un rito cruel, sobrevenido y hermoso. En cambio, su mercancía mamaria se revaloriza a niveles inmobiliarios, en contraste con la ingenua simetría de sus muslos. Recuerdo que en aquella mañana de sueños y peluquerías Ana Obregón no dudaba un momento de sus porvenires lácteos, y ya ha llovido. Uno hasta se hubiera casado con la chica crecida y aumentada, pero lo que admiramos y deseamos en ella es el contraste entre la flaqueza de su aventura y el tesoro de sus aventureros. Todo mito tiene que tener leyenda, y la leyenda de Ana Obregón está en ese contraste, que incluye duques y millonarios. Lástima de aquella película cuyos productores hoy hubieran vuelto a rechazar a Ana, su nombre alado y su apellido de western almeriense. Esta operación dermoestética es un rito primitivo, un ademán galante y un tanto periodístico. Hay la que nos lleva aparte para que valoremos la gracia de su intervención quirúrgica olvidando la crueldad del proceso. Y la crueldad siempre ha sido un aliciente sexual. Que lo digan Ana y sus príncipes.

Comparte este artículo: