Las hojas muertas
Francia abusa siempre de sus hojas muertas y luego se encuentra con una cosecha de nostalgias. Francia tiene una literatura pero no tiene un Imperio. Así es como llegamos a estas elecciones presidenciales regidas por un francés medio, simpático hasta el punto de alternar con nuestro presidente del Gobierno. Somos para ellos de segunda clase, vistos desde los paraísos artificiales de Baudelaire hasta las hojas muertas de Yves Montand, que fue el último mito de la cultura de aquel pueblo. Lo que ahora llueve en París, como en su embajada de Madrid, no son sino las hojas muertas del Retiro. El tópico se ha hecho ya universal y secundario. Ser culto, en París, equivale a ser presidente en París. El clima de novela de Simenon se alterna en el bosque de Bolonia con el clima de novela de Colette. Francia se consuela eternamente de no tener un Imperio porque en cambio tiene una literatura coordenada, apadrinada, organizada brillantemente, desde los hermanos Monet y Manet hasta los hermanos Goncourt. Así es como Francia ha repetido históricamente la jugada de elegir hombres brillantes, repetidos con frecuencia para capitanear una burocracia mediocre, populosa y pretenciosa. Eso es todo lo que ahora puede ofrecer al país vecino un burgués popular, casi vulgar, insistencia de lo anterior. Sarkozy. O sea. Los franceses, que son muy electoralistas, hacen larga cola para estas cosas, estrenos en la Comedia Francesa, guillotina en plazas al aire libre y colegios de horca y cuchillo con un verdugo que se parece a Victor Hugo, pero sólo se parece. Francia, a estas alturas de las hojas muertas, como en una primavera otoñal, respira antologías líricas porque en París la lluvia es también una vanguardia literaria. Sólo en París pude permitirme recibir a la Prensa en la cama por un catarro, y lo comprendieron y respetaron muy bien, porque, para el público francés, un escritor es siempre una categoría, aunque tenga más de anécdota y proceda de la rústica España. Mi hotel estaba paredaño de la gran Muestra de Artes Decorativas, donde exponía Salvador Dalí, y esto roboraba el prestigio hispánico de un servidor. En estas circunstancias mi traductora al francés (una española inteligente e interesante) se portó como la Ninette de Mihura y yo mismo quedé ante mí como un señor de Murcia, con lo que hube de renunciar para siempre a la conquista de París, que había iniciado como la de mi amigo Luis López Álvarez amando a una francesa. Una vez cenamos con Valery la Nuit y otra vez almorzamos con Mitterrand, como ya he contado aquí, de modo que uno ha asistido a la caída del Imperio Romano con música de todas las vanguardias que se toman venganza en Marienbad desde el año pasado. Las hojas muertas son incesantes como los votos. Yves Montand fue nuestra borrada estatua crepuscular y volvimos a España, como vuelvo yo ahora, amando más a aquella segunda patria. No soy para ellos «otro» ni soy un Rimbaud de provincias, pero me gustaría serlo para votar a ese señor inquieto y dominical que les va a salvar de ser otra España.