Unamuno
El prestigioso Jon Juaristi, famoso por El bucle melancólico, audaz interpretación del fenómeno vasco, ha publicado ahora El chimbo expiatorio, donde desvela el origen unamuniano del nacionalismo vasco. En tan singular polémica nacionalista, hasta ahora se había respetado -o ignorado- a don Miguel de Unamuno, pero Juaristi afirma que el gran escritor bilbaíno sentó las bases del nacionalismo en un Bilbao finisecular. Juaristi ha probado saber más que cualquiera de nosotros -y argumentarlo mejor- sobre el tema en cuestión, pero esta captura de Unamuno para la causa más violentamente nacionalista no deja de perplejizarnos, dado el porte español/españolista que el escritor lució siempre, y sobre todo en sus momentos históricos más altos. A finales del XIX, Unamuno exhuma el mito del Bilbao insurreccional, actitud que, leyendo al propio Unamuno, resulta más romanticona que de fundamento. Claro que Juaristi no olvida, tras el ideal cantonalista, la lengua, el dialecto, la jerga que Unamuno -lingüista ante todo en el fondo de su alma- se siente enaltecido a escribir con motivo del sitio carlista a Bilbao. Este lexicón unamuniano no era el euskera ni el castellano, sino «la lengua hablada en el paraíso por Adán y Eva». Aquí, el ingenuo rasgo escriturístico del escriturista Unamuno, al que tampoco debemos dar mayor trascendencia. Lo malo es que «la jerga fue atrapada por los nacionalistas vascos que no sabían euskera». Don Miguel queda así como fundador del moderno vascuence, y Juaristi lo documenta muy bien, pero atendamos, por otra parte, al fervor y la voluntad con que don Miguel se hizo toda la vida un castellano, un español, pues conocía las deficiencias del suyo. Teorizando sobre la lengua, como sencillamente ejercitándola, Unamuno es un fascinado por el castellano, sin llegar al punto ridículo de su paisano Basterra, que ponía el Diccionario de la Lengua en un pesebre y se arrodillaba a «pastar palabras». El chimbo expiatorio, Espasa, nos presenta a un don Miguel que con su dialecto sentó las bases del nacionalismo antes que Sabino Arana. «No es casualidad, dice Juaristi, que la inauguración del gran teatro del nacionalismo vasco, el Guggenheim, coincida con la bifurcación antagonista de la sociedad en un nacionalismo y un antinacionalismo». A uno le parece que el Guggenheim es tan representativo de lo vasco como la Puerta de Alcalá del neoclasicismo madrileño, sin que este monumento haya exhibido nunca la menor hostilidad contra nada ni contra nadie, ni siquiera haya ejercido apenas su función de Puerta. El Guggenheim es un acierto como «expresión y reunión», por decirlo con el poeta bilbaíno Blas de Otero, y no creemos que los peligros para la sociedad vasca vengan precisamente de ahí. Para el nacionalismo vasco Unamuno no existe, como reconoce Juaristi, y cuando su dialecto tuvo usos nacionalistas él quiso recuperarlo, ya tarde. Ahora parece muy vindicativo ir contra los hombres del 98 (nosotros mismos lo hemos hecho en ocasiones), la acusación nacionalista de Juaristi a un vasco tan español como Unamuno, suena en principio un poco excesiva e inoportuna, aunque él sabe de eso mucho más que nosotros. El autor de El bucle melancólico se ha consagrado como un ensayista histórico y sereno, que condomina lo suyo, y no le creemos capaz de entrar en tremendismo para desvelarnos forzosamente un Unamuno pre/etarra (a lo que habría tenido perfecto derecho, por otra parte). Pero don Miguel, el hombre más españolizante del 98, peca más de españolista que de otra cosa. En tregua la lucha armada, no convendría llevar las batallas de amor a campos de pluma. Y que me perdone Juaristi.
