Artículos Francisco Umbral

Conjuro y fisco del Rocío


Sospecho que sin saberlo yo, sin enterarme de mí, se ha instaurado en uno la costumbre o ardida tradición de hablar todos los años del Rocío, por estas fechas rocieras, sin más aparato ni voluntad que condenar una superstición colombófila, un cachondeo de la raza y una fiesta anacrónica en el corazón funcionario de la España europeísta. Ahí están los rocieros, ahí vienen los caballistas, todo es como una representación tardía del ayer, una repetición cansina de lo de siempre, con los ojos más viejos y las tetas más caídas. Hay una cosa que tiene el Rocío, y lo digo porque lo he visto: que cada una es cada una y cada cual es cada cual. Las que todo el año constituyen el Hola vivo de la actualidad más urgente y peluquera, en el Rocío son de verdad, están de verdad a lomos del caballo de Marlboro o del toro de Osborne, que en el Rocío se hace a todo y se hace de todo. Gastadas como monedas cartaginesas, las amadas mujeres del Rocío, las famosas, allí son verdad, calderilla femenina, y se les ve que les pesan los Rocíos en el pecho. En los pechos. Les pesan y les pasan. Pues de eso hablo, del Rocío, de una oligarquía que ejercita el conjuro de la Blanca Paloma y burla el fisco de la propiedad y la herencia. Todos culpables, los señoritos andaluces, y todas guapas, las señoritas andaluzas o advenedizas de Madrid o famosas de la Tómbola. Una vez me fui de un periódico, para siempre, porque no dieron a mi gusto el artículo anual, lo que en mí parece que ya era tradición, del Rocío. (Como en Vicent los sanisidros, salud, maestro). No creo que en aquel periódico les importasen demasiado las numereras del Rocío, pero preferían guardar las formas. Lo que no sabían ellos, ni yo mismo, era que estaban quebrando una tradición interior, literaria, en el alma de un escritor, que suele estar hecha de tales tradiciones y rituales con más casualidad que causalidad, por decirlo a la manera del maestro. Muchos años más tarde lo he comprendido. Lo que estaba salvando con aquella despedida no era mi yo ético o moral o profesional o político, sino mi yo sentimental, pues uno se ha movido sólo en esta vida por cosas sentimentales o estéticas, que es la mejor manera de que no te entiendan. Don Ramón fue carlista por estética. Yo fui, quizá, marxista por estética. Pero otros ni eso. Y el Rocío ni tocarlo. Y Felipe ni mirarlo. Y por cosas así el Rocío sigue en su sitio, con su caravana, sus oraciones, sus pecados, pagano como todas las fiestas andaluzas, desde García Lorca, pero con un repunte de vulgaridad, de policromía viva y vieja, que es la España impresentable que tenemos que esconder a las otras autonomías. No me duelen las guapas del Rocío por guapas, sino por viejas, pues ellas van de auténticas y cumplen un año más, un día más, o una noche, vaya usted a saber por qué. Las otras, las jóvenes, van disfrazadas y sólo son Cármenes por un día. Les espera la píldora del día siguiente. Pero las chais, las cabales, las famosas, están de cuerpo presente para la muerte y para el amor. O para el Hola.

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