Artículos Francisco Umbral

Las manos


Hay un hombre, ya saben, a quien implantaron una mano ajena, creo que la derecha, y ahora la mira con odio, pide que se la quiten. No se sabe si su cuerpo rechaza a esa mano o la mano le rechaza a él. Al fin y al cabo, es la mano de otro hombre, que con ella se labró la vida y la muerte. ¿Por qué el cuerpo ha de rechazar la mano y no la mano al cuerpo? A este hombre le repugna esa mano por extraña. Todos nos hemos mirado a veces las manos con extrañeza, con asombro, con miedo, sin reconocerlas. Las manos de matar o de masturbarse. Nuestras propias manos son biografía, pero no espejos. La mano ajena del implantado. Pero todas las manos son ajenas. La mano que ha ceñido una cintura queda luego ajena en otra cintura, como si no fuera de su talla. «Esas manos, que luego van al pan», dice nuestro inextinguible y saludable pueblo. Las manos de comer con las manos, las manos que penetran en el cuévano de la mujer, las manos que afinan pianos y relojes, son la misma mano. Las manos de Rubinstein, al piano, eran las manos de comer los espárragos con la mano. Juan Ramón Jiménez tiene un bellísimo poema en prosa a las manos de Zenobia. A la mujer le cogemos la mano como llamando al llamador de su cuerpo, pero, una vez dentro, nos olvidamos de sus frías o sudorosas manos. Las manos asustan por demasiado humanas. Apenas conservan vestigios de la garra. Yo hago los poemas a mano. La mecanografía es para la prosa. (El resultado es igual de malo o peor). Pero la mano es más lenta que la máquina y permite esperar la imagen (que llega sola o no llega) mejor que los ordenadores. Este señor que rechaza la mano implantada me parece que no sabe bien lo que hace (a no ser que el rechazo fisiológico sea absoluto). Su mano derecha, implantada, no es suya, pero la izquierda tampoco. Es la mano del padre, del abuelo, del amante de su madre. «Hacen falta generaciones de ocio para conseguir estas manos», dijo una dama histórica. Cuando yo estaba más metido en la movida política del obreraje, una mujer me dijo: - Tus manos te delatan. Yo tengo una mano derecha completa y conseguida, laboriosa, y tengo una mano izquierda de marqués, ociosa y blanquísima. ¿Cuál de las dos es la mano implantada? Implantada de un abuelo hidalgo o una abuela señorita que bailaba en las tardes del Ritz. Amo mis dos manos, que me han sacado adelante en la vida, pero con amores diferentes. A la derecha la amo como a una madre coraje y a la izquierda como a una mano de marquesa pecadora. Erase un hombre a una nariz pegado. Sólo Quevedo pudo ver esta realidad metafísica. A una nariz pegado, a una mano pegado, a un pene pegado. Lo que importa es el adminículo, no el cuerpo torpón sin manos, sin ojos, sin pene. Querido amigo implantado, cuídese la histeria y piense en la resurrección de la carne y la vida perdurable. Alguien anda por el cielo sin una mano. El cuerpo resucita en otro cuerpo, y no es milagro sino ciencia. Cervantes escribió su prosa caudal con una mano. La otra se quedó en Lepanto. Y lo de usted tampoco es la más alta ocasión que vieran los siglos.

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