EL CALAMBRE DEL ESCRITOR
El año de 1836 es de intensa vida literaria para Larra. También en la política y en su vida privada supone el año 36 una sucesión de novedades: aventura electoral, traslado de domicilio a la calle de Santa Clara, número 3, donde había de morir; posible reanudación de las relaciones con Dolores, posible duelo con Bertodano. Dice Antonio Espina: «La misantropía y depresión de Fígaro aumentan notoriamente, reflejándose en sus artículos de esta época». Ha dicho Larra en Horas de invierno: «Escribir como escribimos en Madrid, es tomar una apuntación, es escribir un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo.Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los despojados?». Naturalmente, a Larra no le basta con ser la primera pluma de su época, el hombre más leído, temido y conocido. Antes que notoriedad, busca eficacia. Y a ciertas alturas de su vida está ya desengañado de que la eficacia sea posible. Dos son los factores que determinan la desesperanza de un escritor consciente: la indiferencia de la sociedad y la estulticia de sus compañeros de oficio. Podría despreciar al resto de la profesión si su contacto con la masa fuera un entendimiento y no una querella. Podría vivir de minorías si existieran otras que no fuesen las minorías de tontos. Pero Larra vive y escribe tan lejos de unos como de otros. El regreso de Europa le ha confinado en un Madrid que es un impuro caserío. Larra está llegando a la más peligrosa etapa de su vida, de cualquier vida: a la indiferencia. Cuando el escritor empieza a descubrir que no le importan los lectores, que no le importa lo que escribe, que no se importa a sí mismo, está a punto de la parálisis. Hay un temblor de la mano derecha que los médicos llaman «calambre del escritor». El verdadero calambre del escritor es la indiferencia; porque la indiferencia tiene siempre efecto retroactivo. Cuando, de pronto, no nos importa una cosa, es como si no nos hubiera importado nunca. La memoria carece de memoria.Y toda la actividad pasada, toda la obra en marcha se presenta como una farsa bamboleante, levantada sobre el más estremecedor vacío. Éste es el Larra de los últimos tiempos. El escritor que ha de matarse, entre otras cosas, para no seguir escribiendo. El hecho de dejar de escribir en vida habría supuesto otra forma de suicidio no menos dramática. Sólo se suicida el que ya está muerto por dentro (...). Con la tradicional alegría necrológica y necrofílica de nuestro país, se ha hablado una y otra vez (...) sobre lo mucho que podría haber hecho aún Larra con la pluma, de no haber puesto fin a su vida. Mentira. Larra había dicho ya todo lo que tenía que decir. Es indudable que no le hemos leído profundamente. De otro modo, advertiríamos que el pistoletazo suicida no ha sido en él sino un punto final a su prosa (...). Sus contemporáneos no habían sido antes más listos. Las academias, los círculos literarios, los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, las tertulias de los cafés, las pandillas de Gómez, han estado siempre huecos, igual de huecos que en el momento de escribir Larra Horas de invierno. Pero la terrible verdad que venía abriéndose paso no soporta ya más caretas. Es el instante en que su alma le habla a gritos. «Escribir en Madrid es llorar» no es sólo una frase: es un suicidio. Suicidio con sordina que, naturalmente, no supieron oír quienes estaban en torno a Larra.En ese mismo artículo, Horas de invierno, Larra invoca a los grandes escritores europeos que viven arropados por el mejor público cultural de Occidente. ¿Quiere decirse que a Larra lo mata literal y literariamente la angostura de España? La verdad no es tan simple. El suicidio es la muerte natural del suicida. En Larra hay un suicida nato o, cuando menos, una psicología llena de lo que sin ánimo de hacer humor negro llamaremos buenas disposiciones naturales para el suicidio. Es suficientemente apasionado como para cansarse pronto de todo, suficientemente frío, escéptico e inteligente como para acabar descubriéndose el juego a sí mismo, con la inevitable consecuencia de hastío ante el espectáculo de su propia alma y su propia vida. Larra es, en fin, suficientemente nervioso como para encontrar serenidad a la hora de poner en práctica el sin duda meditado suicidio. Imaginemos a Larra afincado definitivamente en París, en comercio intelectual con los grandes de su momento. Su existencia se habría prolongado, quizá no se hubiese suicidado nunca. Pero lo que nos quedaría de él es una larga sucesión de amores pasajeros y negaciones permanentes. Al fin, el triunfo y el goce de la disponibilidad personal no son sino estímulos para lo que llamaríamos la máquina de vivir. Y cuando eso que llamaremos asimismo la máquina de pensar funciona sólo con las turbinas o la fuerza motriz que le ha prestado la máquina de vivir, toda la fábrica de la ideación es ficticia. La mente ha de ir por delante en cualquier hombre (...). Si, según los psicoanalistas, todo lo hemos vivido ya en la infancia -incluso antes, en el útero materno-, o todo lo ha vivido alguien por nosotros, está claro que el bagaje de los juicios o la mera facultad de enjuiciar se ponen delante por sí solos en la dinámica natural de una vida. A propósito de la crítica hablábamos del sentido indagatorio como pérdida de la inocencia y descubrimiento de la fundamental imperfección del mundo. Pues bien, puede llegar a darse en un hombre la situación límite del sentido crítico: la saturación crítica. Es decir, el tenerlo todo juzgado previamente y, por lo tanto, prescindir de los juicios. Vivir otra vez de sensaciones, como en la primera infancia. Entonces, la máquina de vivir se pone por delante de la máquina de pensar sin que el propio pensador llegue a advertirlo (...) Es el caso típico del novelista que necesita hacer un viaje para escribir una novela.¿Habría llegado a esto Larra con una vida más larga (...)? Quizá no importe demasiado responder a esta pregunta. En todo caso, hay un momento en la vida del hombre inteligente en que la inteligencia deserta (...) Las nuevas sensaciones experimentadas ya no son nietas de un juicio, y sobreviene la sensación de mareo (...) Incluso los grandes genios han vivido una última parte de su vida a rastras de lo vivido -recuerdos- y de lo que aún vive en ellos, sin echar ya ideas por delante, como se echan las redes en día de buen viento para la buena pesca. En Larra y en algunos otros suicidas y hombres de muerte temprana, el final de la vida coincide exactamente con el final del predominio de lo mental.En este sentido, no cabe llamarles malogrados. elmundo.es Vídeo: Repase la vida de Mariano José de Larra.