Artículos Francisco Umbral

Fidel Castro


Eran los últimos años 50 y la intelectualidad internacionalista de todo el mundo se ponía en peregrinación hacia La Habana, de donde llegaban, por el otro lado, los guerrilleros de Fidel Castro armados con rosarios, pistolas norteamericanas, rifles viejos de cuando la guerra con España y barbas crespas que serían la máscara agresiva y los novios de las meretrices negras que bajaban a la capital con pendientes de culo de vaso y collares de jarrones cachizados en los primeros encuentros. Eran los años 60 y los guerrilleros tenían dos puntos de encuentro: el fragor oliente de la sierra y un edificio de Nueva York donde entraban y salían espías y periodistas de todo el mundo con el documento que buscaban renegrido de sangre. Sartre, Camilo José Cela, los maoístas barbudos, Caballero Bonald y las últimas o primeras falanges de una intelectualidad errática y santiaguesa subían hasta las negruras de sol abrigados por la sombra donde se oía ya la voz conductiva y macho de Fidel Castro. La Revolución tenía puntos en todas partes. Eduardo García Rico se fue con su mujer, Lola, a Bahía de Cochinos y a la otra Bahía de los Escualos donde flotaba una pierna de corresponsal mordida a tiempo. A mí me tocó Gastón Baquero, aquel negrazo desmesurado y sabio que había llevado durante mucho tiempo todo el complejo periodismo del imperio americano. Gastón usaba de un castellano noble, tomaba continuamente hierbas de la sierra y también se sacaba rosarios de los bolsillos, porque la guerra de España había dejado mucho bagaje religioso en las mochilas de los vencedores. Baquero y yo apenas hablábamos de política, porque estábamos muy enfrentados, pero nos unía la literatura, ese rosario del Siglo de Oro, el 98, el 27 y todas las vanguardias parisinas donde Gastón iba escribiendo su hermosa poesía de acento voluminoso, que luego enterrarían los castristas en las cárceles improvisadas, cuando ya Cabrera Infante publicaba sus caprichosos y cuidados libros en las editoriales españolas, donde vivía con tres tristes tigres que le comían el pan y la panceta en la mano. Rodrigo Royo, un periodista loco, hacía la crónica diaria de la Revolución, con ese espíritu falangista que no había abandonado a los chicos joseantonianos, que querían o creían ver la Revolución en cada despojo de mapa llevado por el viento hasta los servicios de información de Fidel, que rezaba en una gruta lleno de un fervor español que en realidad nada tenía que ver con la España intelectual que ahora se llegaba hasta La Habana, pasaba una noche con la casual mulata y escribía al día siguiente 25 páginas sobre el nuevo libertador americano. Los agentes yanquis empezaron a desaparecer cuando ya estaban muy manducas en Manhattan y la prensa levantisca de Estados Unidos hacía una revolución de papel para que durase poco, pero ahora se cumplen casi 40 años de aquella rebeldía inútil a la que no se augura ningún camino tras la muerte de Fidel Castro. Hay otros capitanes de la altura que se preparan para tomar el relevo, pero nunca ninguno nos despertará la fiebre valiente de Castro. La Habana sobrevive como la ciudad turística más erótica del mundo. Hasta anduvo por allí hombreando Felipe González.

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