Martín Descalzo
DESDE la armadura de la diálisis y con marcapasos como candado de su corazón joven y viajero, José Luis Martín Descalzo, viejo tronco con sotana o de paisano, sigue haciendo su periodismo diario, valiente y terco. O sea, un periodista.
Le han puesto hace tres días el marcapasos y me dice Florencio Martínez Ruiz que ya quiere volver a su mesa en la redacción. A lo mejor hasta ni siquiera tiene carnet de periodista, aquellos carnets que daba Fraga en nuestros tiempos, los de José Luis y los míos, pero al periodista de raza y fe se le conoce por estas cosas. Conozco alguien muy cercano a mí que ha escrito el artículo del día al costado del hijo recién muerto, y niño. El periodismo es un sacerdocio o no es nada, y por eso es lo de menos, aquí, que Martín Descalzo sea sacerdote. El periodista es mártir y testigo (que en su origen, como sabemos, son la misma palabra). Mártir de su fe y testigo de su tiempo. Fe cristiana, fe marxista, fe democrática en Abraham Lincoln, da igual. Lo que no se puede es escribir sino desde una fe. Y mártir siempre, el periodista, mártir/testigo también ahora con la democracia y el socialismo, que el otro día, en la tribuna de Prensa del Congreso, un policía de paisano me lo dijo:
- O se sienta o se va, que aquí no puede usted estar de pie.
Y ya no había asientos. Pero no me fui. Pedro Calvo Hernando le preguntó a otro policía que no le dejaba pasar, con malvada ingenuidad: «¿Eres periodista, oye?».
Ahora no hay censura con oficina y letrero, claro. Tampoco con Franco la había. Nunca vi una puerta donde pusiese «Censura». Había censuras, como ahora. Sociales, comerciales, particulares, estéticas, morales, caprichosas y hasta matrimoniales, o sea las famosas «señoras» del Régimen. Pero poco puede la censura contra una fe en la escritura que sigue combatiendo desde la armadura hospitalaria de la diálisis y desde el corazón recauchutado de Martín Descalzo. José Luis era un curita progre de los cincuenta, en Valladolid, y se venía con nosotros, una punta de maudits adolescentes, a las cafeterías de moda, en la madrugada, con Jiménez Lozano y todos esos. Entre Jiménez Lozano y él se inventaron, yo creo, la nueva teología, en la cafetería Maga de Valladolid, un sábado por la noche, y ya ven si luego la cosa ha dado juego, hasta llegar a Hans Küng. Y con aquella alegre y tranquila pertinacia suya ha seguido en libros, artículos, teatro, revistas, hasta escribir entre el riñón artificial y el corazón desleal, pero siempre desde la lealtad a lo mismo y a sí mismo, a una fe (la que sea, ya digo) que finalmente es fe en la escritura misma, en el poder y la libertad de la palabra. Se lo decía yo, cuando entonces, a los escritores secretos del café, cuando no publicaban ni escribían por la censura: ¿Y cuándo en España se ha escrito sin censura? Bajo la censura está escrito el Quijote y escribió Quevedo. Bajo otra censura nace la generación del 27 y bajo la última dictadura amanece Cela, dispuesto a ganar el Nobel medio siglo más tarde. Y ahora lo mismo. Todo lo que Semprún está haciendo con Cela es censura, los informadores parlamentarios estamos en las Cortes como en un campo de concentración, pero el poder de la fuerza, la fuerza del Poder al fin no puede nada contra la debilísima escritura, contra la luminosa telaraña de las palabras.
Todos, José Luis, amor, escribimos en los periódicos haciendo de tripas riñón, echándole riñones, como tú, acorazonados por el marcapasos de una fe en la vida, en la libertad y en ese señor que pasa. Ahora que torna la migración sombría de las censuras inconsútiles, monetarias, partidistas, pienso en ti cada mañana, al ponerme a hacer la columna, y tomo fuerzas de tu fuerza convaleciente y terca, que sigue siendo la de entonces. Fe.